Con Ian |
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Crónica breve de un esforzado korrikolari
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Y dos kms de propina.
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No
esperaba hacer la mejor marca de mi historial aunque tampoco fuera
tan difícil. No esperaba sino una discretísima carrera sin grandes
esfuerzos añadidos y salió lo que salió, como si de un boleto de
la tómbola se tratara. Dentro de mí ronroneaba la idea de que tal
vez se le podría rebajar un par de minutos a la maratón del pasado
año. Tuve casi todo el día para mí solo, para estar relajado, y
aun así, como casi siempre, algo habría de alterar mi tranquilidad
a última hora. Cuando creía que todo iba a pedir de boca, alrededor
de la 7, 30 p. m., sacaba de la bolsa que me habían entregado en
Irabia mis cosas y observo que la carrera comenzaba a las 7:40.
Una sacudida de incredibilidad me golpeo hasta el alma. Estaba
convencido de que la salida era a las 8.
Con
el azoramiento propio de la situación, me coloqué el dorsal y
“echando pipas” salí corriendo a la calle: San Juan, Hotel
de los Tres Reyes, Paseo Sarasate, y, con el suspiro de quien se está
jugando algo, alcancé la Plaza del Castillo. La salida de los
corredores estaba blindada por un vallado incómodo de saltar, que
además los espectadores defendía como un fortín. Tras encontrar un
espacio, alcancé una apertura que me comunicaba con el lugar
indicado para tomar la salida. También estaba abarrotado de
corredores: no cabía un alfiler.
Sea
como fuere, el hecho es que sonó el pistoletazo de salida y el
pelotón se fue soltando, extendiendo, expandiendo y estirando por el
recorrido. Deportistas dispuestos a devorar kilómetros, 21, 42…
atletas que podrían ser héroes de sí mismos, criaturas ávidas de
superación, entusiastas de retos difíciles.
Sabíamos
que las condiciones meteorológicas no eran las mejores y que podían
pasar factura pero desconocíamos hasta qué punto. Los
primeros 21 km salieron según el guión. Fui con mi paisano Juan
Ramón González, que corría su segunda maratón, y nos lo tomamos
con bastante calma cerca de la liebre de 3:30. En el puente de la
Taconera me animaron mi mujer y mi hijo. A lo largo de todo el
recorrido fueron muchas las personas que me animaron, especialmente
amigos de la Vuelta del Castillo.
Mi
planteamiento era alcanzar los primeros 21 km a cinco minutos y a
partir de ahí, en la segunda vuelta, apretar. Sin embargo, este
objetivo se desmoronó pronto como un azucarillo en el agua,
según mis músculos y piel se convertían en sudor agobiante. Por el
km 30, el sufrimiento se convirtió en mi sombra. Unas molestias en
el pie derecho me recordaban mi fragilidad. En el avituallamiento
arramplé con cuanto estaba a mi alcance. Me paré y tomé de todo,
sobre todo “aquarius”.
De
nuevo en carrera, el km 35 era una obsesión y se hizo eterno. El km
35 suponía otro puesto de avituallamiento y la posibilidad de saciar
algunas flaquezas humanas. La siguiente estación de este “vía
crucis” era el km 40. En esta ocasión había una agravante: la
subida del Portal de Francia. Aprovechando el descampado de las
murallas y la nocturnidad y la falta de público, me tomé un
descansito y subí andando unos metros para entrar en el casco viejo
con garbo y alegría ante un montón de gente que me animaba. Ese
tramo fue muy bonito. Mucha gente, buen ambiente, enseguida alcancé
Chapitela, era el momento de disfrutar. Todavía tenía ganas de
disfrutar después de lo que psicológicamente había sufrido. Tanta
gente animando. Como en la edición anterior, Fausto,
amigo de la “Vuelta”, salió ahí para darme ánimos. La Plaza de
Toros la tenía en la palma de la mano, estaba al alcance de mis
zapatillas, y entonces aparece mi hijo, como una batería recién
cargada, para desatar toda la adrenalina de mi cuerpo y
eclosionar en el callejón. Pasamos la línea de meta y el albero, a
ritmo de megafonía, nos felicitaba. En ese momento, mi amigo
Fernando subía al podio como un campeón. Para mi hijo yo soy un
campeón.