El día de la prueba.
La expectación
estaba por todo lo alto. Yo pensaba
que sería difícil hacer el tiempo
del año pasado pero tenía que intentarlo. No haber participado en ninguna
carrera después de la neumonía y el derrame pleural era todo un enigma y ya
solo quedaban horas para poder aclararlo.
No puedo negar que tenía algo de nerviosismo, que no es habitual, o por lo menos ha sido en otras ocasiones
más atenuado. Es la sensación que tengo
ahora y ya sé que me pasa que con el distanciamiento, a veces, tengo una visión distinta de una vivencia
determinada.
Incurrí
en algo que no hay que hacer: experimentos con la carrera. La tarde previa,
como he indicado en mi blog, hice acopio de sustancias que me pudieran brindar
mejor rendimiento. Estuve en Decathlon
y allí recolecté bolsitas con
vitaminas e hidratos de carbono, además
de un “power gel”, creo que con sabor a limón.
La verdad es que nosotros mismos nos creamos
presiones. Hace dos años tenía la presión de que corría por primera vez con
dorsal verde y lo tenía que defender a toda costa. Y me salió bien. La lluvia,
que no me gusta nada, posiblemente me benefició. Parece que todos mejoramos los
tiempos. Este año mi presión era
fundamentalmente la marca que había hecho el año pasado y el amor propio de
pensar que todavía puedo mejorarla, cosa que no ha sido posible. Razones: las
que sean, es lo mismo. Seguro que fuertemente convincentes.
Los experimentos con gaseosa. La noche previa me tomé un bidón
de agua con un sobrecito de esos y la mañana de la carrera otro. Y me llevé
para el autobús un botellín de acuarius. Daba la
impresión de que aquello me iba a dar muchísima energía. Cogí el autobús en el Tenis a
las 7,15. Había desayunado muy bien pero se me olvidó mi anhelado gel con el
que suponía que iba a subir Gaintxurizketa como una moto para enfilar Gros esprintando. Pero qué va.
Fallaron por lo visto más cosas.
Alrededor
de las 8,30 llegábamos a Behobia. No
llovía, buena noticia, porque las previsiones daban lluvia, mucha lluvia, y
era lo que menos quería. Alegría. La temperatura era buena y las sensaciones
daban pie a ser optimista. Pronto, consigna me permitiría deshacerme de la
mochila. Enseguida fui a buscar un café, especialmente quería coger unos azucarillos
que suplieran al olvidado “gel”. Quedaban pequeños detalles para comenzar a
calentar: alcanzar un urinario para evacuar ; pero tras esta operación surgió otra inesperada de igual o mayor necesidad.
Debía encontrar un baño para un apretón de urgencia. Adónde ir. Lo mejor, a uno de los bares que hay allí. Más limpieza,
más confianza, etc. Ya está. Hay que guardar cola. Los atletas parece que se
entretienen mucho en este quehacer de última hora y aquello se me hace muy largo, tanto que
decido salir de allí cuando solo tenía delante a cuatro o cinco. Parecía que no
acababan nunca y me quedaba la esperanza de encontrar en los baños
portátiles mayor fluidez. Me equivoqué.
En los baños provisionales se había acumulado
cantidad de gente pero ya no podía dar marcha atrás. Así que me quedé prácticamente sin calentar y
pensando que llegaría la hora de la salida y difícilmente estaría en mi
ubicación correspondiente. Cuando abandoné el escusado
me había quedado a gusto y aparentemente ligero.
Me dediqué a calentar un poquito. No veía a ningún
conocido. Cuando faltaban pocos
minutos para la salida, en el cajón de los verdes me encontré con mi amigo Javier con el que compartí gel
relajante y antiinflamatorio para engrasar las piernas. Como no éramos la mejor
pareja para la carrera, una vez dado el pistoletazo de salida ya no lo volví a ver. Me sacó cinco minutazos.
Empieza
el calvario.
Hay que ir cogiendo ritmo y es una pena
que no encuentre a ningún conocido que me pueda servir de liebre (referencia).
Tampoco se me ocurrió seguir a la liebre
de 1:25, por lo menos para intentarlo. Es más. A mitad de carrera me adelantó y
no me encontré con fuerzas para seguirla. De haber salido con ella tal vez me
hubiera servido de algo. Por aquellos
toboganes de Irún en adelante aguantaba el tipo como podía y por el km 5 no se
me iba tanto el tiempo respecto a la carrera del año pasado. Gaintxurizketa se me atragantó. La música que sonaba en el
lateral derecho, junto a los puestos de
avituallamiento, estruendosa, me pareció
un atropello acústico muy desagradable. Subí
como pude. Fueron los momentos que
pasé peor. Iba medio mareado, daba tumbos por la carretera, y es ancha,
pero lo mismo me veía por la orilla derecha que por la izquierda y al final
opté por mirar al suelo y esperar a alcanzar la cumbre. El suelo me producía el
efecto de la orilla del mar cuando uno mira hacia abajo y el movimiento de las
olas, lo balancea, inestable, con ellas.
Sabía que en el techo de la
subida respiraría y que en las bajadas
podría recuperarme. Cuando pasé por los toboganes que nos esperaban más
adelante, no me encontraba muy eufórico, las piernas me tiraban, el viento
soplaba y por el km 10 comprobaba que me estaba costando 2¨ más que el año
pasado. Ni la bajada de Lezo permitió que mis piernas volaran.
Para
el km 10 había devorado los azucarillos que me ayudarían a afrontar el alto
de Miracruz. Pero aún quedaba Pasajes, tendido y llano, con suficiente
tiempo para pensar que cerca aparecería
el alto de Miracruz y que coronándolo, solo quedaría dejarse caer hasta el Boulevard, eso sí,
con mayor o menor intensidad, con la intensidad que el cuerpo me lo permitiera.
El reloj estaba presente. Miracruz no
fue para tanto. Pondría un ritmo que no fuera muy exigente y a esperar cuándo acababa . Alguien gritó “Venga, Ángel” Y eso
lógicamente siempre se agradece. La Behobia es una carrera que ha cogido el
prestigio que tiene porque la gente está
encima de los corredores, animándolos durante todo el trayecto. Los paisajes
que no son urbanos, son verdes y el público apenas deja huecos en los arcenes
de la carretera, llueva, haga calor, frío o viento. Al tener los dorsales
nominados la gente te puede llamar por tu nombre.
El descenso en alguna ocasión me ha
permitido hacer alardes y adelantar a corredores, sin embargo, este domingo no
era el día. Algunos músculos no me lo permitían y prometí tener alguna contemplación
con ellos, que tanto me cuidan y a los que tanto quiero. Desde Gros a la llegada todo fue cálculo. Me interesaba llevar un
ritmo regular y no lanzarme a aventuras que no sabes cómo acabarán. Lo que
quería era ser capaz de ganar algo de tiempo porque por el km 18 pensaba que
podía alcanzar la hora 28 y, con la cabeza fría, fui capaz de arañar unos
segundos y concluir la prueba con 1h
27¨y muchos segundos.
Habían sido duras las subidas y las
bajadas, apenas chispeó, el viento dejó cantidad de gorras por el
asfalto y los alrededores y la gente nos abrigó calurosamente durante todo el recorrido.
Había
merecido la pena tanto esfuerzo, Llegaba el momento de la satisfacción. El
deber cumplido, la ilusión vivida, las buenas sensaciones…
Como en esta ocasión fui sin familia y
tenía abundante tiempo hasta la hora de coger el autobús de vuelta, me permití
un lujazo que hasta entonces nunca había aprovechado, un masajito. Habían habilitado una carpa amplia para reanimar los
maltrechos músculos y esto colaboró al
relajamiento de nuestros cuerpos castigados por la dureza del
recorrido. De allí, a las duchas de
la Concha, Aquello parece un campo de concentración, todos como alfileres
intentando conseguir un chorro de agua
con el que entrar en calor. Tras
la ducha, otra vez a la zona de las
carpas de recuperación. Había que guardar colas para conseguir algo de
comida con la que ponernos a tono. Plátanos, manzanas, canutillos de pasta,
bocadillos, caldicos, todo un derroche de atenciones para los corredores. Qué organización.
A continuación hice tiempo por la Concha y
cerca de las 2 de la tarde me acerqué al hotel Londres. Allí me enteré de la desgracia que había ocurrido: una
chica de Zizur había fallecido cuando enfilaba el último km
de la prueba. Conmoción.
Cuando sucede algo así lo primero
que sientes es tristeza y pena. Después, como no sabes quién ha sido, tienes
una gran necesidad de saber si ha podido ser de tu entorno y cuando ya sabes
que no, sientes un pequeño alivio, pero
pequeño, porque todos los corredores somos compañeros y solidarios y sabemos
que nos puede pasar a cualquiera. Siempre es una terrible desgracia y mi capacidad de empatía enseguida me traslada
a ponerme en su lugar y pensar lo injusta que es la vida. Cómo tan
inesperadamente puede segar una ilusión.
Como todos los participantes, Arantza habría estado preparando la carrera, se
habría cuidado y entrenado, y había depositado en la prueba una serie de
objetivos. Era un día de fiesta. La Behobia es un día de fiesta para los
corredores. Es una experiencia dura y bonita y parece ser que ella iba con su
mozo y una amiga. Si nos ponemos en el lugar de cualquiera de ellos ¡menudo
panorama! Seguramente no voy a olvidar nunca el nombre de este drama y solo
podemos desearle que descanse en paz. Murió haciendo algo con lo que
disfrutaba. A su familia nuestro más sentido pésame. Era de los nuestros y no
la olvidaremos.
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